En cualquier país del mundo menos propenso a los eufemismos, a las verdades a medias y a las mentiras descaradas con publicidad, a la derecha política se le conoce como derecha a secas. Y a la extrema derecha se le menciona por su nombre, derecha facha, sin anestesia ni medias tintas. Y todavía más, quienes se reconocen como de derecha o de extrema derecha, usualmente lo admiten sin problemas y hasta se ufanan de aquello, como ocurre con la derecha francesa, española o griega. Pues ellos mismos y sus detractores admiten sin reservas que en democracia y libertad, cada quien es dueño de tener las ideas que desee, y que siendo aquello legítimo, definirse de derechas no debiera ser motivo de vergüenza ni ocultamientos.
Evidentemente ese no es el caso de Chile. Donde como se sabe, hay quienes prefieren llamar “pronunciamientos” a los golpes militares, “gobiernos autoritarios” a las dictaduras, “apremios ilegítimos” a las torturas y “situación de calle” a la indigencia. Entre otras muchas formas de escabullir el bulto y maquillar las realidades para tratar de hacerlas menos crueles y digeribles.
Y en materia de eufemismos e incongruencias, ya se sabe que la derecha chilena es capaz de dar cancha, tiro y lado a cualquiera. Prueba de lo cual es que los partidos depositarios del legado del pinochetismo se hagan llamar, el primero, “Unión Demócrata Independiente”, a pesar de no ser (juzgada por su actuaciones concretas) ni una entidad genuinamente demócrata ni mucho menos independiente, y que el segundo se denomine nada menos que “Renovación Nacional”, a contrapelo de estar liderado por un personaje salido de tiempos pretéritos, el que bien pudiera ser calificado como la encarnación misma del más rancio y conspicuo conservadurismo, enemigo declarado de cualquier reforma o renovación posible de cualquier especie y en cualquier ámbito.
Es un hecho que en Chile se pueden contar con los dedos de la mano los personajes que admiten ser derechistas y todavía menos los que se auto definen como ultraderechistas. Todos los demás, incluso los más recalcitrantes y obvios, como son los casos de Carlos Larraín, Pablo Longueira o el propio Hermógenes Pérez de Arce, solo por citar casos emblemáticos, prefieren nombrarse a sí mismos como de “centro derecha”.
La derecha chilena, esa que presume de centrista, se la pasa tratando de ocultar su condición ideológica y sobre todo, intentando escamotear su compromiso con la dictadura y su calidad de defensora de los intereses creados, los que como poderes fácticos, modelan con escasos contrapesos nuestro sistema político y económico a su entera voluntad y capricho. La derecha chilena se resiste hoy, como la viene haciendo históricamente, a cualquier reforma que pueda amagar sus intereses y su poder e influencia política y social. Y no ha trepidado en combatir cualquier desafío a su posición hegemónica hasta con la fuerza de las armas, aunque con mano ajena.
La derecha vive intentando presentar su propio y mezquino interés como el interés general, y todavía peor, tratando de relacionarlo con el interés de los más vulnerables y desvalidos. Por eso es que cuando se propone elevar los impuestos, para que paguen más los que más ganan, gime, patalea y clama al cielo, anunciándonos que los perjudicados serán los más pobres; por eso también es que cuando se proponen aumentos al salario mínimo vuelve a decirnos que los perjudicados serán los trabajadores que se expondrán a perder sus empleos. Y por eso también es que cuando se anuncian cambios constitucionales, reacciona histéricamente temiendo, con razón, que los privilegios que tramó para sí misma en el pasado serán de una buena vez removidos.
La derecha chilena, esa que ni se arruga para llamarse a sí misma “UDI popular” cuando cualquiera sabe qué intereses defiende y promueve, ha tratado de vendernos en distintos momentos variados artilugios y pomadas comunicacionales. Todavía está fresca en nuestra memoria la oportunidad en que la derecha, incluida la más cavernaria y recalcitrante, trató de vestirse con los ropajes del cambio. Y más recientemente y en el colmo de la desfachatez, hemos presenciado cómo algunos de sus personeros más conspicuos hasta tienen la audacia de referirse a sí mismos, como “derecha democrática y progresista”.
La última y rebuscada versión del pensamiento derechista con fines de manipulación electoral, a decir y pronunciar de su flamante candidato presidencial, consiste en la noción de “centro social” (Tschentro tschocial dixit Pablo Longueira). Neologismo sobre cuyos contenidos y ribetes la comunidad científica internacional de las ciencias sociales y conexas, no ha logrado llegar a un consenso mínimo respecto a su más fiel significado.
Se ignora, en efecto, si aquello representa una nueva categoría sociológica, sicológica-social, socio-económica, socio-política o que cosa específicamente. Pues hasta justo antes que se nos propusiera una nueva lectura, el concepto de marras se asimilaba a la noción de centro comunitario al que concurren los ciudadanos con fines recreacionales o de otra especie semejante. Aunque para ser rigurosos, vale la pena considerar una segunda hipótesis plausible. Aquella que está plasmada en el famoso vals peruano “Valparaíso” del inolvidable Lucho Barrios, en cuya letra se lee y se canta: “La plaza de Victoria, es un centro social…”.
¿Será a ese espacio a lo que se refieren los ideólogos y marketeros de la derecha?