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El desastre político de Perú sirve para demostrar la estupidez del fetiche por los “independientes” y el peligro que representan los payasos populistas

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Un fanático religioso conspiranoico que promueve el celibato y la corrupta hija de un genocida podrían ser presidentes en Perú

El fetiche por los candidatos “independientes” siempre ha sido una estupidez. Por supuesto que hay cientos de personas honestas que sin militar en un partido llevan toda una vida trabajando para el pueblo. Pero ser “independiente” no tiene ningún valor en si mismo, partiendo porque no sabes como piensa esa persona y no conoces su postura ideológica. A lo anterior, sumemos la gran cantidad de candidatos payasos, que en vez de ser conocidos por sus propuestas para mejorar el país sólo son conocidos por hacer el ridículo. (Hola Pamela Jiles)

Los partidos políticos no son perfectos, pero son piedra angular si queremos tener una Democracia sana y fuerte ya que son proyectos colectivos. El desprecio a los partidos políticos, además de prestarse para patriadas populistas sin sustento, es altamente funcional al fascismo y al 1% más rico del país, ya que les garantiza que nada cambie. (Recordemos que el Dictador Genocida de Pinochet constantemente criticaba a los “señores políticos”). El mejor ejemplo de esto es lo que está pasando en Perú, donde tienen la soberana cagada política. Una nota de El País detalla:

El vehículo se llama Porkymovil. Un todoterreno Mercedes Benz plateado con una R gigante color celeste. R de Rafael y de Renovación Popular, el partido que lidera este empresario dueño de hoteles y trenes turísticos de 60 años al que llaman como el famoso cerdito de Looney Tunes: Porky. Un apodo sugestivo para un candidato a presidente ligado al Opus Dei que ha dicho que es “adicto a la eucarístía” y que se autoflagela todos los días con cilicio —una cadena de metal con puntas— para mantenerse célibe, que está “enamorado” de la Virgen María, que las cuarentenas son “marxistas” y que hay un plan global que trata de destruir la economía para instaurar un “paraíso socialista”.

A menos de un mes de las elecciones, las encuestas parecen haber convertido su candidatura en algo más que una caricatura de la derecha populista latinoamericana: para el 28 de marzo, su 2,4% se había convertido en un 9,7%, según una encuesta nacional del Instituto de Estudios Peruanos (IEP). Un número exiguo que, en el fragmentado escenario de las elecciones presidenciales, podría bastar para permitirle disputar una segunda vuelta con Yohny Lescano, candidato del partido Acción Popular, que a fines de marzo lideraba las preferencias con hasta un 11% de intención de voto. O, como sintetiza el politólogo peruano Alberto Vergara, “una segunda vuelta entre las versiones subdesarrolladas de Bolsonaro y de AMLO”.

En el panorama actual frente a las elecciones de este domingo en Perú, arriesgar cualquier vaticinio es como lanzarse desde la cordillera de los Andes con un traje aéreo de imitación: las cuatro últimas encuestas nacionales, publicadas una semana antes de la votación, proyectan un múltiple empate entre los candidatos en el primer lugar y ninguno llega siquiera al 13% de intención de voto. Hay muchas cosas que no explica López Aliaga, un ingeniero industrial y exprofesor universitario que parece haber aprovechado mejor que nadie el espíritu de confusión y alegre impunidad discursiva que ha imperado en la disputa presidencial de Perú.

Un país que en el contexto de la pandemia sufrió la caída del PBI más calamitosa en América Latina y que hoy cuenta a diario más de 200 muertos por el virus: tantos como si un avión comercial lleno de pasajeros se estrellara cada día. En su caravana proselitista, frente a los puesteros de los mercados o amas de casa que salen a barrer sus veredas, el candidato repetirá algunos de los hitos de su campaña: que el mismo día que jure como presidente expulsará a Odebrecht del país y que subirá a un avión e irá a Estados Unidos a comprar personalmente 40 millones de vacunas. Nunca ha explicado en detalle cómo piensa llevar a cabo ambas cosas.

A pesar de explotar el lugar del outsider de la política —un espacio que ha intentado ocupar también el exfutbolista George Forsyth, hoy candidato de Victoria Nacional—, López Aliaga no es un recién llegado a la vida institucional del país: participó sin éxito en las elecciones legislativas del 2020 con el partido Solidaridad Nacional (hoy Renovación Popular) —sacó 1,49% de votos, insuficiente para obtener una curul— y fue regidor de Lima en la gestión de Luis Castañeda Lossio (2007-2010), exalcalde de la capital del país, hoy postrado por el cáncer e investigado por colusión agravada y lavado de activos.

Tampoco son inéditos sus ataques contra la prensa, su discurso contra el aborto y el enfoque de género, su difusión de teorías conspirativas ni su perfil de empresario exitoso que no-necesita-robar porque tiene una fortuna, una imagen del político como gerente que han explotado otras figuras de derecha en la región como el chileno Sebastián Piñera o el argentino Mauricio Macri. López Aliaga está vinculado a 42 empresas y dos offshore (investigadas en el caso Panamá Papers), con un patrimonio que, según él mismo ha declarado, “sobrepasa los mil millones de dólares, solamente entre trenes y hoteles”, que proviene principalmente de concesiones y usufructos con el Estado y la Iglesia Católica obtenidos durante el proceso de privatización iniciado en el régimen de Alberto Fujimori. Lo novedoso es que su candidatura se haya vuelto una posibilidad real en el camino a la presidencia, aunque se trate de una historia conocida en la región.

Si tuviese que explicarle el escenario electoral de su país a un amigo de paso por Lima, Alberto Vergara, autor de varios libros y artículos sobre política latinoamericana e investigador posdoctoral en la Universidad de Harvard, sería directo en su introducción: “Estamos ante un panorama de mierda, pero es algo que puede explicarse. No estamos ante algo excepcional, que no tenga antecedentes en el Perú o en América Latina”, explica. Desde julio de 2016, cuando Pedro Pablo Kuczynski —derecha— asumió la presidencia del país tras ganarle por un ínfimo margen a Keiko Fujimori —derecha—, Perú ha estado sumido en una serie interminable de crisis que ha incluido, entre otras cosas, la renuncia de Kuczynski, el suicidio del expresidente Alan García, la prisión de Keiko Fujimori, la disolución del Congreso y la destitución de Martín Vizcarra impulsada por el nuevo Congreso, un hecho que empujó a miles de peruanos a salir a las calles a protestar en medio de la pandemia y llevó el país a tener tres presidentes distintos en una semana.

Las crisis políticas no son ajenas a nadie que viva en Latinoamérica, pero en los últimos años Perú parece obsesionado con ganar la carrera de la inestabilidad institucional en la región. El origen de esta situación —una disputa permanente por el poder entre todos y a la vista de todos, con una mayoría de políticos sin lealtad a un proyecto colectivo, ni a un partido, ni a nada que no sean intereses sectoriales o particulares— es “una muy larga degradación de la representación en el Perú”, describe Vergara, y el resultado de las reglas que han regido la construcción de esta representación: una dinámica “plagada de compraventas de sitios en las listas para el Congreso o para ser candidatos a gobernadores o alcaldes. Una suerte de gigantesco mercado persa de la representación en un sistema de subastas donde cualquiera puede terminar en cualquier partido y donde el bien más apreciado es cuanta plata pones en campaña”.

Este espíritu de improvisación y oportunismo se profundiza cuando se escarba en el armado de las planchas electorales. Un ejemplo de ello es el proceso de selección de candidatos al Congreso de Renovación Popular. A finales de marzo, investigaciones periodísticas revelaron que el partido de López Aliaga —quien asegura haber entrevistado a 500 postulantes por Zoom cuando estuvo enfermo de covid el año pasado— tenía al menos ocho candidatos que postulaban al Congreso para representar distintas regiones del país, pero todos vivían en Lima; vendedores ambulantes o pequeños comerciantes cuyas propias familias desconocían que estuvieran en campaña. Una candidata de Renovación Popular para representar la región de Pasco en el Congreso, por ejemplo, jamás ha pisado Pasco. “¿Pero sabes cuál es la función de un congresista, básicamente?”, le preguntó una reportera. “La verdad, no. Pero ahí voy. En eso estoy”, respondió la joven.

“Puede que el Perú constituya el caso más extremo de colapso partidario de América Latina”, dicen Steven Levitzky y Mauricio Zavaleta en el libro ¿Por qué no hay partidos políticos en el Perú? En esta “democracia sin partidos”, como la definen los autores, donde los políticos han desarrollado estrategias para competir exitosamente por un cargo sin tener que atarse a un proyecto partidario, la candidatura de López Aliaga parece un ejemplo grotesco del producto que mejor se ha vendido en la última década en el mercado electoral latinoamericano: “Un perfil muy basado en discursos autoritarios, de mano fuerte, y generar contenido falso constantemente en sus redes sociales, con miles de bots en Twitter. Una máquina de desinformación para polarizar y generar miedo”, define Óscar Castilla, periodista y director de Ojo Público, cuyo medio, además de publicar investigaciones sobre la opacidad de los negocios del candidato, lleva meses rastreando y analizando los mensajes de la campaña de López Aliaga en medios y redes sociales.

Se trata de una fórmula que se ha visto en campañas como las de Trump o de Bolsonaro, dice Castilla, pero que en Perú le ha redituado los beneficios de la “novedad” y una exposición privilegiada en los medios masivos: según un monitoreo hecho por el Grupo de Investigación de Partidos y Elecciones de la Pontificia Universidad Católica del Perú, hasta el 28 de marzo López Aliaga era el candidato que había obtenido más entrevistas (43) de los 18 candidatos a presidente en carrera. La mayoría de esas entrevistas (29) ocurrieron en Willax, un canal conocido por su sesgo conservador y su difusión de noticias falsas.

Para el politólogo Carlos Meléndez, el crecimiento de un personaje con un discurso tan radical en un escenario político en el que abundan las figuras conservadoras, va más allá de la crisis de los partidos, y responde también a una realidad donde “el electorado está hiperfragmentado: es un electorado de nicho, con figuras populistas para cada gusto”, explica el editor y autor del libro Minicandidatos, una radiografía de las propuestas electorales y los rostros que las representan. “Cada una de estas fracciones es incapaz de hablarle a más de un diez por ciento del electorado peruano. Estamos viviendo una campaña para fanáticos, para sectas, para lovers”.

Hace algunos años, dice Meléndez, para un sector ultraconservador “era quizás muy vergonzante presentar una cara como Rafael López Aliaga”, y entonces se encolumnaban tras la figura de Keiko Fujimori, lideresa de un partido que reunía “muchos intereses detrás”. Pero con el desprestigio del fujimorismo y el crecimiento de las movilizaciones más progresistas, más liberales, López Aliaga se ha convertido en la voz de sectores que se sienten avasallados ante “la ola progresista”: los reclamos estudiantiles, las feministas, el movimiento MeToo, las protestas ciudadanas. Eso “lo lleva a mostrar el látigo y la correa con la que este se flagela públicamente. Es un acto de desesperación, porque se siente genuinamente amenazado”.

Sin embargo, en un escenario de incertidumbre frente al futuro, candidaturas como las de López Aliaga siguen dando cierta ilusión de seguridad a un sector del electorado (entre un 6.8% y 8.4%, según qué encuesta se mire), que espera al líder que resolverá sus problemas para ahorita, para ayer. El politólogo Vergara, que ha observado con lupa varias elecciones, tampoco cree que su atractivo sea un fenómeno inexplicable: “Cuanto más críticos son los tiempos, más abierta suele ser la gente a dar un salto al vacío”.




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